miércoles, 30 de septiembre de 2009

Arturo Barea. La forja de un rebelde

Estoy sobre una piedra pulida por millones de gotas de agua de lluvia; pulida como un cráneo pelado. Es una piedra blancuzca llena de poros. Arde con el sol y suda con la humedad. Enfrente de mí, a treinta metros escasos, está la vieja higuera, con sus raíces retorcidas como venas de abuelo robusto, con sus ramas contorsionadas, repletas de hojas carnosas, tréboles carcomidos. Al otro lado del arroyo, salvando el barranco, trepando cuesta arriba, están los restos de la kábila. Hace meses era un grupo de chozas de paja. Dentro, esterillas de paja trenzada. Una en la puerta, para dejar las babuchas al entrar. Otra dentro, para agruparse en cuclillas alrededor de las tazas de té. Otras más largas, adosadas a la pared, para dormir. La kábila era chozas de paja y esterillas de paja. El pan era tortas chamuscadas, cocidas sobre piedras calientes, hecho con el grano machacado entre piedras, barbudas de pajas enhiestas requemadas. Cuando coméis este pan, los pelos agudos de la hierba seca del trigo se os agarran al fondo de la garganta y os muerden allí con sus mil dientes. La kábila despertaba en las montañas con el sol. Los hombres salían de las chozas apaleando el borriquillo mísero. Montaban en él y sus babuchas lamían la tierra. Tan pequeño era el burro. La mujer salía detrás, cargada, siempre cargada. Iban los tres a las tierras más llanas de la ladera y el hombre desmontaba; la mujer descargaba de sus hombros el primitivo arado de madera y uncía el burro al arado. Después, mansa, se uncía ella; y el hombre revisaba los nudos del atalaje del burro y de la mujer; empuñaba el arado, y la mujer y el burro marchaban a compás, lentos. El burro tirando de las cuerdas con su collarón sobre el cuello desollado, la mujer tirando de la cuerda cruzada sobre sus pechos fláccidos. Lentos los dos, clavando en tierra los pies, doblando las rodillas en el esfuerzo. ARTURO BAREA. LA FORJA DE UN REBELDE