viernes, 8 de febrero de 2008

la ventana

Éste era un buen sitio para observarla. Eva trabajaba en la peluquería que había enfrente de nuestra ventana. Allí permanecíamos durante horas, sentados sobre la mampostería de granito que a modo de peana remataba el hueco de la ventana en su parte inferior, ese rectángulo que nos cobijaba y al mismo tiempo servía de escaparate para las novedades literarias. Sobre esa mampostería burdamente labrada y levemente inclinada a modo de vierteaguas, nuestros traseros se empeñaban en permanecer a pesar de no tener el entrenamiento de un fakir. Las irregularidades eran del tamaño de los garbanzos y parecía que la ventana nos quisiera echar de allí. Pero la espera merecía la pena... Ella salía a las ocho y media. A veces nos reíamos al ver a dos honrados padres de familia convertidos en feroces gladiadores disputando por ocupar la única plaza de aparcamiento libre. El centro comercial se tragaba a los peatones y luego los vomitaba cargados de bolsas multicolores que, cual instrumentos de tortura, estiraban los brazos de sus portadores, hasta casi tocar el suelo. Jorge les llamaba los ciudadanos de los brazos de chicle y yo me reía. Sólo en un par de ocasiones vislumbramos algo del interior de nuestra ventana. El suelo estaba en un nivel más bajo que la acera y la sala parecía tener una altura considerable. Era de planta rectangular y no alcanzábamos a ver la zona que quedaba a nuestra izquierda. En la pared de enfrente se veía una estantería gris con algunas cajas de cartón abiertas y hambrientas de objetos, hacia la izquierda se veía un perchero con un abrigo colgado a los que el olvido parecía haber unido para siempre. La puerta era grande y estaba situada en el eje de simetría de la sala. Permanecía cerrada, esperando esa mano amable que abre todas las puertas. Junto a la puerta se adivinaba una hilera de sillas apiladas contra la pared. En el centro de la estancia había una mesa rectangular. Era una de esas mesas con patas cilíndricas metálicas y un tablero en chapa de abedul . Ocho o diez sillas a juego la custodiaban. La pared de la derecha era de color gris y tenía una ventana en el centro, pero a una altura que la hacía impracticable para una persona de estatura normal. Sobre el suelo y con el desorden propio de los servicios de mensajería urgente, se veían más cajas de cartón pero en este caso cerradas y selladas con cinta de embalar. ¡Eh chavales! ¿Os apartáis un momento?. Me gustaría leer el cartel. La voz nos sobresaltó. Salimos corriendo y aquel tipo alto de la gabardina se quedó perplejo mirando alternativamente nuestra alocada carrera y el cartel del Club de lectura. Eran las ocho y media y el movimiento de las caderas de Eva en la estrecha acera de enfrente hacía pendulear las bolsas multicolores de los ciudadanos de los brazos de chicle. Ángelmartínez